viernes, 27 de febrero de 2015

Veintiséis (de febrero)

Hace tres años rozaba el cielo. Lo creí o lo toque, la diferencia no es clara ni importa, a mis ojos sin aquellos futuribles ahora supone lo mismo. Del todo a la nada hay menos que una montaña rusa emergiendo del mar, y sí, digo emerger, aunque en su día dije sumergiéndose y mañana digo dije y Charlotte no acudió a la cita. Envejecerá y me recriminará esa cita caduca, pero sabe que eso le ha hecho madurar y que le sirvió para encontrarse por el camino a Dean Moriarty, al son de Ali-son. Su corcho creció y se expandió hasta un firmamento de sublimaciones.

Celebro el veinticinco que señaló un ciclo a punto de considerarse extinto, celebro el veinticinco y días después me asaltarán los veinticinco, con premeditación, alevosía y sin deje de resentimiento. Y miro hacia atrás y contemplo cuan jodidamente intenso pude ser, y puedo ser y no sé si soy. Del que era antes vuelvo a ser, pero en medio hubo otros. Otros, varios, así a bote pronto viene a mi recuerdo ese Pacheco de una Malasaña con cheesecake y vinagreta’s, aguardando casi sin ropa un ilusionismo de amor en la cama que debía estar ocupando, casas ajenas y ajenidad de lo que uno se consideraba, llenando el vacío con placer y confrontaciones mentales con pretensiones de explicar lo inexplicable, de apoyar que había un right to your wrongs, y por tanto una truth in my lies. Pasó, pasó. O el post-Pacheco, ese imaginado que se hacía carne y disfrutaba de ella misma, placeres liberados y reafirmación del camino correcto, un acercamiento a la libertad que terminaría por llegar. Porque todo llega, y claro que sí llegó, cuando menos lo esperaba y menos organizada estaba su mente, tanto que estuvo a punto de colisionar por no saber dónde se encontraba el pedal de freno. Y subiendo al cielo de las estrellas hollywoodienses, y bajando a lo más hondo de la cascada, donde se aferran las raíces, sublimándose al salir a respirar, al huir entre las city lights… sin saber why. Y ese oh hell, yes, I lived…

Hay un retorno. Y ver que algunas cosas son como las soñabas el veinticinco, y que otras las ha traído el veintiséis sin darte cuenta de en qué ventisca, sin hacer ruido pero partiendo más de una nuez hasta destaparlas. La celebración no tuvo el lugar ni el tiempo esperado, pero existe. Tampoco olvido que a pesar de que tan oscuro no me pareció el día, vinieron a la postre muchos de ellos sin desearlos, para sentirlos de una forma más intensa, retorcida y anubarrada de lo que esperaba. Sin variables. Estarán ahí y es Jauja pensar que no existirán, pero también dije que luminoso podía ser el mañana. Sorprende ver esas transformaciones, ¿verdad? Y pisar la calle con otros zapatos, fuerte, como te gustaba a ti, y vivir mil y una vidas sin vivir.

Hay un retorno, siempre lo hay. A estadios que siempre seremos, a la piel que habitamos verdaderamente, sin ropas de usar y tirar. La piel no muta, sólo es ligeramente modificada por Los Años y la tinta de los tatuajes; aun así sigue siendo la misma. Es bueno conocerse y saberse ahí, y hay allí un faro. No muy lejos, y brilla; vuela una cometa y un único día para creer y no creer, para ser y no ser. Llegará la escritura a ello, hay destinos ineludibles y esperanza de recorrer los caminos debidos para llegar a la cita antes de que sea tarde, hasta para un querida Jota. Hay letras que te atrapan como tentáculos, se adhieren como parásitos, y establecen una simbiosis peculiar. ¿Pero quién piensa ya en los simbiontes de esa april rain?

Diría que algún que otro círculo se cierra, pero si ni se crea ni se destruye, dudo de su verdadera identidad. Y ni perdido ni encontrado, no, con el cercano recuerdo gaiteño de que las brújulas son las que nosotros mismos nos dictamos. Y con el sol en mis propios ojos, oh, surprise, I’m living a life!

lunes, 27 de febrero de 2012

Veinticinco (de febrero)

Supongo que todos alguna vez nos hemos encontrado ante alguna situación en la que, una vez estamos viviéndola, percibimos lo muchísimo que hemos deseado encontrarnos en ella, ya sea de forma consciente o inconsciente. Hoy he podido sentirlo varias veces.

He caminado, saltado y trepado en unas fosas de piedra que dejaron de explotarse hace décadas. He escuchado, tumbado descalzo en una piedra al borde del agua, la melodía de una armónica. Y he cantado –o algo que intentaba serlo- al ritmo de esas notas agudas. He podido alzar la cabeza, mirar al otro lado del agua y no sólo ver a mi acompañante tocando ese pequeño instrumento reclinado sobre una roca, disfrutando la calidez del sol, sino también contemplarnos desde fuera. Como si fuera una escena de una película, de una con la que es fácil soñar y pensar en su rodaje. Así como también he imaginado un rodaje en primavera, con un indio excitado -y de cuerpo pintado- dando órdenes y corriendo de cantera en cantera buscando la mejor luz para cada escena. He visto el perfil de proa de un barco de piedra, encallado –tal vez...- para recordar a un ermitaño su soledad, y también una lluvia que no mojaba.

He sentido el viento azotar mis ropas en lo más alto –pero no arrebatarme un turbante-, mientras mi mente quedaba en blanco. He sentido los rayos del sol calentando recuerdos que habían quedado congelados, evaporando capas de hielo que pinzaban un puñado de nervios relacionados con el dolor. Por unos segundos he notado en mi piel el tacto de las ruinas del Machu Picchu, los troncos de la selva del Amazonas y las runas de un mítico círculo de piedras. Como si fuera aquella lejana persona, tan diferente y a la vez tan similar a mí, que iba a recorrer el mundo en pos de soluciones para una vegetación en peligro con la única compañía de un animal salvaje, sabiendo que siempre tendría un Blackmouth al que regresar.

He contemplado el atardecer con las piernas colgando a metros del suelo; el mismo sitio donde he hecho un mal dibujo sin preocuparme por el resultado, simplemente por el hecho en sí de hacerlo y después recordarlo. He soñado con zambullidas en el agua desde alturas considerables, y he escuchado ahí también una voz que nos ha repetido que el sol siempre volverá a salir para brindarnos más amaneceres y nuevas oportunidades. He caminado en equilibrio por las vías de una estación de tren ya oscurecida y descifrado los caracteres de una moleskine ajena apoyado en la ventana de cristal de un vagón, bajo la intermitente mirada de su propietario -recuerda que Oscuro fue el día, pero que Luminoso puede ser el mañana-.

Días así, hay pocos. Días en los que la realidad es mejor que la ficción, días donde el tiempo y el espacio se diluyen, donde pasado, presente y futuro entran en colisión. Recuerdo ahora esa noche de agosto en la playa y sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me sentí de este modo y no quiero que vuelvan a transcurrir tantos meses hasta la próxima. No, ya no.
Hoy sé cómo debo ser. Y mejor todavía, sé cómo es la vida, gracias a unas palabras que no olvidaré en los próximos días.
Sí, tal vez tú lo intuyas. Como la espuma del mar...

lunes, 30 de enero de 2012

Nostalgia de futuribles

Ahora mismo debería estar haciendo mil y una cosas. De todo menos abrir este blog agonizante y ponerme a teclear, justo aquí, cuando ya casi me había olvidado de lo que era esto. Es irónico que le robe horas al sueño para adelantar trabajos y que luego termine así; son las cuatro menos poco, todavía no he probado la cama y en apenas tres horas he de estar en pie de nuevo para hacer mi trayecto habitual. En lugar de dormir vuelvo a pasarme por aquí, por si alguien quiere escuchar al otro lado lo que tengo que susurrar. Esta noche ha estado marcada por lo inesperado, por los recuerdos que vienen y van gracias a una conversación sincera. Me he levantado un poco la ropa, más de lo que acostumbro. Y sin embargo no ha habido pudor; más bien he disfrutado de un modo que ya había empezado a olvidar.

He recordado la hierba de aquellos parques. La cerveza. Los cigarros. Y ha estado ahí, ahí sentada conmigo, la nostalgia.

No sólo la nostalgia pasada; también contaba con la presencia de la nostalgia de futuribles. Ese sentimiento que nos hace soñar, idealizar y desear un futuro, para luego descubrir que nada es como imaginábamos y hará que brote la nostalgia. No la de las vivencias, sino la de los sueños rotos. ¡Al fin ha sido bautizado el concepto!

Ha habido coincidencias y distinciones, defectos y perfecciones; ha habido un poco de lo que yo necesitaba y los minutos han trepado hasta dar forma al capitel de una nueva columna. Pero no es eso lo bueno que he sacado en provecho, está claro, sino el saber que ya no habrá tanta nostalgia de futuribles. Nostalgia a secas sí, pero no esta otra que ahora tiene nombre y apellido, porque no voy a continuar minándome. Sí habrá, en cambio, este texto en un blog recordándome –¿o recordando a quién?– que el tiempo pasado no fue tan malo, ni mucho menos desaprovechado, y que hay una infinidad de coincidencias hasta en experiencias que podrían parecer diametralmente opuestas.

Tal vez sea el momento de enseñar un poco el culo. Ellos, vean lo que vean, se quedarán ahí, ¿no es cierto? Nos bajaremos los pantalones pues, ya sea en soledad o con compañía.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Restos

Que no quedan horas para retornar al pasado,
ni una brújula que nos guíe hacia Nunca Jamás
o un mísero bote para sortear los escollos de tu isla,
esa que es sólo de tu propiedad.

Y puedo decir que aquel día
fue El día,
que mañana
será El mañana.

Mientras tanto tu cuerpo esperará entre espuma
de ataques epilépticos, dentro de una burbuja
de alcohol y con un poco de chocolate;
de aquel que crea volutas de humo.

Mientras tanto mi cuerpo anhela
lo que sabe que jamás podrá poseer en esa playa del norte.
Entre espuma y entre burbujas, sobre un lecho de arena
en el que ha calado el parduzco manjar.

Y al fondo, tras la tormenta amainada,
queda un charco que no sé si nos separa,
mas parece temblar a cada pequeña piedra que con furia
es arrojada por
ese señor de arenas movedizas
que habita en dos conos de cristal siempre besándose.
Desde aquí se ve.
¿No lo distingues?
Allí. Cerca de tu escarpado acantilado,
de tu nariz, tus pestañas y tus labios,
a punto de desquebrajarse cada vez que lo humedeces con la marea de tu boca.

Desde aquí se ve.
¿No lo distingues?
El galeón sin galones que ya sólo pudo
naufragar.

domingo, 9 de octubre de 2011

La infancia ¿perdida? (o esas cosas que suceden en el metro)

Hace unos días, mientras iba en el metro de camino a la universidad –el mismo camino de todas las mañanas, que, curiosamente, nunca resulta monótono- descubrí dos niños de origen africano en mi vagón que jugaban al pilla-pilla. Un niño de no más de seis años y otra de cuatro con una mochila morada que abultaba más que ella y el pelo repleto de trenzas.

He dicho descubrí, pero tal vez no sea la palabra más adecuada –perdonadme, ya sabéis lo difícil que me resulta escogerlas-. Porque en realidad lo difícil era no verlos: se perseguían el uno al otro sin ninguna preocupación, deslizándose entre las piernas de docenas de universitarios y de un pequeño puñado de trabajadores.

De inmediato dejé de hablar con un compañero de clase para contemplar absorto la escena; algo que tiendo a hacer con relativa frecuencia por culpa de –o gracias a, no sé muy bien- Jorge y las historias de Edu en el metro. Era genial ver a ambos corriendo, ajenos a las miradas divertidas de unos y molestas de otros. Si quisiera ponerme poético y trascendental diría que sus ojos deslumbraban con el brillo de la inocencia infantil y que me hicieron pensar en lo que perdemos cuando crecemos; en esa capacidad de improvisación y de disfrutar de todo en cualquier momento, sea lo idóneo o no. En fin, sobre la mítica inocencia perdida, tan retratada en la literatura infantil y juvenil.

Claro, pero he dicho que diría eso si quisiera ponerme trascendental, o tal vez melancólico, y no es el caso. Porque cada vez que recuerdo esa vivencia reciente no consigo angustiarme pensando en la inocencia perdida; más bien me reafirmo en mi idea de lo encantador que es evolucionar y crecer. Cambiar con el paso de los años y sacar lo mejor de cada uno de ellos. Y es que, si no fuera por la distancia y por la certeza de saber que ya no podemos volver a disfrutarlo, no habría sido capaz de disfrutar de un momento así. Tal vez incluso hubiese apartado la mirada para dedicarla a otros cuerpos que llamasen mi atención.

Y también tal vez sólo ahora deba confesar que llevo ya varias mañanas esperando coincidir de nuevo con esos dos niños en algún vagón, ya sea abriéndose paso con dificultad entre los pies de jóvenes como yo o realizando algún gesto inesperado. Pero, en definitiva, arrancando sonrisas en un mundo que muchas veces puede ser sangriento y salvaje.

(La ilustración -preciosa y muy simbólica- es obra de Beatriz Martín Vidal)